LAS DOCTRINAS POLÍTICAS EN LA CATALUÑA MEDIEVAL – CAP. XIX - CONCLUSIÓN.

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    Es el pueblo catalán uno entre los numerosos que resultan del proceso de fragmentación de la herencia cultural romano-cristiana. Baluartes francos en permanente centinela contra el peligro musulmán, varios núcleos separados al frente de cada uno de los cuales existía un conde independiente, se funden poco a poco bajo la supremacía del conde de Barcelona, constituyendo en su conjunto el Principado de Cataluña.





 Al otro lado de los Pirineos, en las comarcas provenzales, una cultura gemela de la catalana balbucea los primeros acordes de la lirica neolatina, hostil a la influencia francesa, amparada en el poderío de los condes de Barcelona poderosos ya en su papel de reyes de Aragón, enamorada de las sutilezas amatorias y rica en flores de invernadero intelectual; cultura típicamente feudal por las pasiones y los temas que no olvida nunca la comunidad sentimental con los vecinos peninsulares, máxime ante el peligro francés.


La política de un rey aragonés que es precisamente el más catalán de los monarcas de Aragón que ha habido, corta las amarras entre los pueblos que parecía debían fundirse en uno. El tratado de Corbeil sella la ruptura y entrega Occitania en manos de los franceses en medio de los desesperados alaridos de una trovaduría afanada en el odio a Paris. La ulterior orientación de la política de los reyes catalano-aragoneses, enderezada a la expansión mediterránea a costa de batallar contra los árabes para el redondeo del solar patrio y con cristianos para afianzar la planta en tierras italianas, consuma definitivamente la separación.


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           En la segunda mitad del siglo XIV la tradición catalana ha llegado a constituirse
en nación con todos los requisitos exigidos por este vocablo en plena aceptación de pueblo con cultura y rasgos propios. Conscientes de ello, por nación-comunidad disputan a su patria los hombres del siglo XV, parlamentarios, reyes y cardenales, que acusan nítidamente la separación del primitivo valer etnográfico de la palabra.

Toda nacionalidad tiende al imperio, esto es, a la expansión de su estilo peculiar, reafirmada la propia fortaleza en el contraste con los afines. Momento expansivo que preparan los reyes del siglo XIV y lleva a la plenitud la ambición de Alfonso el Magnánimo, cuyas redes políticas barren el mediterráneo entero mientras sus soldados amenazan Alejandría o conquistan Nápoles. La grandeza de la confederación catalano-aragonesa, en la que va inserta la gloria de Cataluña, encuentra su paladin en este rey humanista y castellanizante por el mismo incomprensible azar histórico que encontró Jaime I, la más catalana de las testas coronadas, el tronchador de la conjunción catalano-occitana.



Parlant sobe l'Orde Reial i Militar de Nostra Senyora de la Mercè 
de la Redempciódels Captius, més conegut
 com l'Orde dels Mercedaris o l'Orde de la Mercè

Fray Jerónimo de la Concepción 

Amsterdam 1690


    Los finales de la Edad Media conocen una Cataluña vigorosa, con limites rigurosamente definidos; con riquísima literatura en prosa galana y en poesía envidiable; con grandes recursos económicos, fomentados diariamente por la aptitud comercial de una rica burguesía; con una estimable estructura política, si algo debilitada, sin duda la más perfecta de su siglo; con el sentimiento de lo peculiar sólidamente arraigado en las conciencias… Nada faltaba a la perfección de la maquina social.


Y, sin embargo, sobre la esplendida realidad pesaba el error de Jaime I, productor del desasosiego de las cosas incompletas. Si al realizarse la dichosa unidad peninsular Cataluña pesó en la balanza ibérica menos de lo que debía, acháquese a la limitación de posibilidades que supuso el tratado de Corbeil al reducir a mitad la importancia del núcleo montado a caballo sobre las mismas crestas del Pirineo que desde 1257 van a ser barreras y no espina dorsal de una nacionalidad.  Y aun hoy día el llamado problema catalán no es sino la inquietud íntima de sentirse rotos, la tragedia de un pueblo llamado a realizar con sus hermanos ibéricos una misión histórica en el mundo y cuyas fronteras marcan la amputación secular de extensas zonas propias. Si algo enseña la historia de la Cataluña del Medievo no es ciertamente un mezquino argüir de separatismos anticastellanos ni de odio a los hermanos de corazón de la península, quizás nacidos luego como reacción contra el gran cáncer que es Madrid, gangrena centralista que roe antes que a nadie a la misma Castilla en que se asienta; sino, por el contrario, la necesidad de poner alas a esa tragedia secular señalando como meta primerísima la rectificación de aquel yerro inicial de donde vienen, enredadas como cerezas, todas las amarguras posteriores. Es que Cataluña no puede ocupar el lugar que le corresponde en el concierto de los pueblos hispánicos mientras sus fronteras concluyen en los Pirineos y mientras sigan resonando los llantos plañideros de aquellas trovas de Bernat Sicart de Marvejols que son todo un plan de terapéutica política:


Lamentation sur la ruine du Langedoc



La Civilización universal recibió, entre otras, una aportación catalana digna del máximo relieve: la consecución de la formula de la libertad política más perfecta de la Edad Media. Una serie de circunstancias coincidentes en tierras catalanas congregaron los ingredientes precisos para el cultivo de la rara flor de la libertad política.

El primero de ellos, en un marco feudal. Las “libertades” medievales, hoy todavía conocidas en el mundo inglés y predecesoras de la sonora “Libertad” de los revolucionarios de 1789, son ampliaciones cuantitativas de privilegios feudales, primeramente aplicados a un reducido número de escogidos y luego poco a poco extendidos a las demás clases sociales. La equiparación de las situaciones jurídicas de ciudadanos y caballeros que proclama el usatge “Cives autem” es indicio de tal orientación.

En segundo lugar, la importancia adquirida por los representantes populares. Es la herencia del siglo XII que ve nacer las cortes en los albores del reinado de Jaime I y la repartición del poder legislativo entre ellas y el monarca en las barcelonesas de 1283 gracias a constitución “Ítem statuimus”.

En tercer término, el equilibrio político entre realeza y burguesía naciente, que es la obra callada del siglo XIV. Armónico equilibrio roto al decaer el papel social de la nobleza en disputarse el hueco político que deja en vacio la decadencia social de los nobles. La historia de esta pugna entre reyes burgueses por hacer suyo el legado político de los nobles es la historia constitucional de la Cataluña del siglo XV.

Triunfó la realeza, como no podía menos de suceder dado el giro general de la cultura europea y la hábil capitanía del maquiavélico Juan II. Al cerrarse la Edad Media amenaza derrumbamiento la máquina política del Principado; si subsiste durante los siglos XVI y XVI es más evocación que realidad tangible, mas añoranza que efectividad. La dura mano de los monarcas absolutos pulveriza la rebeldía dels segadors y aniquila a la postre, férreo puño borbónico de un centralismo inconcebible por los Austrrias, la postrer ilusión de libertades. Y al renacer en el siglo XIX la libertad, no será ya en boca de los catalanes el armónico equilibrio propugnado por los Mieres y los Marquilles, pero la desmelenada Libertad de hechuras galas, rica en frases sonoras y pobres realidades, la Libertad con letra mayúscula que corre a desaparecer en el abismo de las revueltas democráticas, perdida la serena ecuanimidad que fue el trasfondo histórico de las libertades medievales.

    De todos modos, por encima de las mutaciones, queda el hecho de que Cataluña conoció las formulas más excelentes de la libertad medieval; queda en pie la elección de Caspe, lección de madurez política que ya quisieran para sí la mayoría de los pueblos del siglo XX; queda la manera imperial de la Corona catalano-aragonesa, que lleva antes la libertad que la conquista, cual se ve en el caso sardo oportunamente referido; y quedan, resumen de una actitud histórica imborrable, las palabras de Pedro el Ceremonioso, a la reina Leonor su esposa: “Reina, reina, el nostre poble és franc, e no és aixií subjugat com lo poble de Castella; car ells tenen a nós com senyor, e nós a ells com bons vassalls e companyons”.

La cultura catalana es una de las más ricas del Medievo. Siempre vivió allí la tradición isidoriana mezclada con los saberes árabes, de tanto relieve que ya en las penumbras del siglo X Europa veía rayos de luz en las escuelas ausonianas y a Vic  corrían los ansiosos de la ciencia encabezados por la sombra augusta de Gerbero. Mucho debe la química a las aventuras intelectuales de los alquimistas y la medicina a las observaciones experimentales de Arnau de Vilanova; celebre es la audacia de los nautas levantinos, tanto como las osadías cogitativas de Llull describiendo por primera vez la aguja de marcar; y en las ciencias típicas de los siglos medios, en catalán habla la filosofía por labios del mismo beato Ramón sus primeros giros romances, igual que provenzal fue la mas antigua lirica del Occidente y que en catalán con acento valenciano dirá sus voces iniciales no latinas la teología gracias al hoy lamentablemente preterido Francesc de Pertusa.

En el terreno de las doctrinas políticas, este libro abastece pruebas mas que suficientes para encarecer la valía de las aportaciones catalanas. Cualquiera de sus páginas lleva a la contemplación de figuras de toda índole preocupadas por las materias iuspolíticas. Los reyes catalanes, desde Jaime I a Martin el Humano, saben  teorizar un régimen de libertades ciudadanas y la grandeza del Principado, con riqueza de repeticiones orientales unas veces, con observaciones agudas de la realidad otras y aun con gratos decires humanistas; antes que ningún otro pueblo, los historiadores, y a la cabeza el insuperable Muntaner, aciertan a trazar una historia que supera las machaconas descripciones de gestas y batallas en la contemplación de una nación entera entendida por sujeto de los acontecimientos; la orden dominicana produce, junto a un Eimerich excepcional hijo del Principado, a un Ramón de Penyafort que construye la transformación del vencer de la cruzada en el convencer de la misión y un Vicenç Ferrer apostol misional por excelencia; no siendo menos, la religión más profundamente catalana, la de san Francisco, conmueve los espíritus como vendaval que a las veces arrasa en la pluma de Arnau y a las veces viste de sayales a príncipes como el iluninado fray Pedro o al extremista fray Felipe; el aristotelismo es exaltado sin atenuaciones por uno de los nombres más señeros del Carmelo, el por tantos conceptos admirable Guiu Terré; el comismo trasciende desde los claustros a la calle palpitando en los versos redondos de Ausias March, frágiles como flor en barro de Manises, o en los preciosismos renacentistas de Joan Rois de Corella; las auras italianas queman en la apropiación moralista del infierno dantesco que lleva a cabo el franciscano Joan Pasqual; las memorias grecorromanas resuenan en la estilización incomparable de Bernat Metge y el los comentarios del lulista mallorquín Ferran Valentí, los juristas asombran en las figuras de Callís, de Mieres y de Marquilles, supremos doctrinarios Medievo de la libertad política y del régimen constitucional; las perspectivas nuevas del renacimiento italiano anidan en el oportunismo consciente y en la canonización de la prudencia política por el cardenal de Santa Balbina, contrapié preciso de la burlona caratula del pintoresco Anselm Turmeda…; y dominando la gama multicolor de tantos rostros y de tantos personajes que tendrían presente importante en cualquier otro pueblo de inferior lozanía intelectual, las dos gigantescas estatuas e los prohombres del catalanismo franciscanista, Ramón Llull y Francesc Eiximenis, brindan sartas de atinadas consideraciones, superan con mirada realista los anticuados polos de la contienda imperial, y presentan, pese a la abigarrada polifonía de sus dispersas notas conceptuales, tablas de ideas que difícilmente admitirán paralelo en semejantes días.

Las opciones en este libro recontadas son el archivo espiritual de las mejores horas de Cataluña y representan las ilusiones ensoñadoras de los momentos juveniles de su rica tradición espiritual. Leerlas despierta respeto y admiración al forastero que guste del sabroso paladeo de los sabores del pasado; y quien sienta en el pecho comunión de resonancias ideales con los hombres que las sustentaron, la honda emoción del santo orgullo de la tradición hispánica, que acá en Cataluña cosechó el añorado fruto de las libertades políticas autenticas.


Las doctrinas políticas en la Cataluña Medieval (1950)
(Madrid1917 - 1978) va ser catedràtic de Filosofia del Dret a diverses universitats i autor de centenars d'obres i articles sobre filosofia i història del dret, així com sobre les idees i ciències polítiques, 



X.M.C.  7/2016






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